ERNESTO FLORES. SENDERO DE ENCUENTROS / Obra pictórica por Sofía Rosales / Investigadora del CENIDIAP

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ERNESTO FLORES. SENDERO DE ENCUENTROS / Obra pictórica
Sofía Rosales / Investigadora del CENIDIAP

Aproximación al universo visual de este artista, cuya elaborada propuesta plástica descubre diferentes expresiones de la realidad y muestra su filiación espiritual con el mundo huichol

Palabras clave:huicholes, sueños, formas, pintura, expresión plástica


En 1975 Ernesto Flores terminó la carrera de Pintura en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, ciudad donde nació en 1955. Siendo casi niño ya dibujaba y pintaba con pasmosa facilidad, por lo que fue alumno destacado; desde entonces sentía gran atracción por los huicholes, con los que buscaba infructuosamente dialogar cuando los encontraba en la calle. Más tarde llegó a elaborarse un traje similar al de ellos, bordándolo él mismo; ese era su atuendo diario, como recordamos los que estudiábamos con él en Artes Plásticas.
Muy pronto su pintura se volvió personal e inconfundible y comenzaron a aparecer personajes, conceptos y soluciones pictóricas que anticipaban la visión real y al mismo tiempo mágica que ahora se manifiesta con plenitud.
En 1993 escribí la presentación para una exposición suya y tuve que poner en palabras lo que su obra me suscitaba. Entonces descubrí cuán difícil es traducir el lenguaje estético y anímico a este otro, tan limitado:

El universo, la Creación y sus creaturas, tienen existencia orgánica, natural, total. El universo existe sin nombres, sin definiciones, sin más límites que los que su propia naturaleza tiene establecidos. Así somos las criaturas humanas, tan totales y vastas como las estrellas, los planetas, los océanos, el magma que palpita en el seno de la tierra y las mariposas.
Antes de aprender a hablar, de nombrar objetos, de sentirnos ajenos a los demás y al universo mismo, hemos sido totales unidos a todo cuanto ES. Nuestra involución posterior nos ciega, nos ensordece, nos aísla y embota esa maravillosa pertenencia al Todo.
Sólo nuestro espíritu añora el paraíso original, sólo en sueños intentamos un acercamiento a nuestra esencia perdida pero el despertar sepulta cualquier revelación.
El arte es un poderoso medio para hacer visible, poco a poco, en forma desesperante y lenta pero efectiva, jirones de esos sueños primigenios donde volvemos a ser totales y múltiples. Pero ese proceso que el arte devela debe ser también entendido con un esfuerzo consciente, con el ahínco de las buenas aventuras que marcan el alma para siempre.
Esta aventura a la que nos invita Ernesto Flores Gómez a través de su obra es excitante, riesgosa y nos marcará con el fuego de las revelaciones silenciosas que germinan en el cieno que llevamos dentro. No obstante, su mensaje es críptico y sutil, y podría pasar desapercibido para quienes han cerrado su espíritu o temen enfrentarlo.
El juego consiste en deslizarse sin resistencia hacia los mundos hiperpoblados que él plantea en sus obras y oír los diálogos dichos con múltiples bocas silenciosas por seres que se desintegran insistentemente para ser totales y verdaderos.
No debemos esperar mensajes pues no bastarían las palabras para descifrar la lógica de las trasmutaciones que él hace evidentes. Podremos reconocer de pronto cuerpos y rostros, corazones desnudos de donde brota la muerte floreciente, la cáscara de la piel que oculta otra piel que se abre a otra piel más profunda, y al Tiempo como rehilete que gira inexistente y capcioso inventando realidades fugaces.
Sin embargo, nada es cierto aunque todo lo sea; los medios pictóricos, el color, la línea, los espacios y las formas son un lenguaje terrenal y humano para decir lo que no puede decirse. ¿Cuál es el idioma de la Vida, de la Muerte y del Renacimiento cósmico? ¿Cuál es el color de la Verdad y cuál la forma de la Mentira? ¿Cómo luce el Amor? ¿De qué tamaño es la eternidad?
Ernesto ha hurgado durante un tiempo indefinible las sucesivas capas de la realidad que ocultan nuestro rostro y el rostro de lo que alienta en nuestra limitada humanidad.
Su pincel es como un bisturí, su mirada alucinada descubre los opuestos que se complementan y atraen irremisiblemente, y en una superficie bidimensional ofrece a nuestra ceguera cotidiana el temblor del prodigio de la vida de siempre, de todas partes, de todos los que existimos.
Él nos ofrece lo que los niños jugando captan en las nubes cambiantes o en las paredes descascaradas o en manchas de los mosaicos, o lo que nosotros entrevemos en la febril locura que a veces son nuestros sueños.
Recordemos que por milenios los códigos han estado ahí, en la piel del tigre, en el musgo sobre las piedras y en el encaje de la espuma marina, manifestándose amorosamente para guiarnos en nuestro regreso al seno de la Creación.
Abramos los poros de la piel, nuestro olfato, oído y ojos para devorar este banquete preparado por la mano y el corazón de un ser que, desintegrándose, va al encuentro del rostro de la vida.

Además de pintar, dibujar y hacer grabado, Ernesto Flores también talla madera y modela piezas donde las apariencias juegan capciosamente como formas sin principio ni fin, todas hilvanadas o hacinadas. Cada obra es una paradoja cuyo significado pretende descifrar y compartir.
En la invitación de la muestra individual “Dejarme suceder”, que presentó en septiembre de 2000 en la Galería Clave 13, de Guadalajara, Ernesto escribió:

¿Qué es nuestra vida sino un viaje infinito de sucesos aislados? Todas las cosas son sagradas, cada momento un ritual, cada pensamiento una oración, todo acontecimiento provechoso, todos los seres divinos. Yo soy el suceso mismo. Qué más da dejarme suceder.

En 2001 me solicitó un texto para un libro que alguien pretendía publicarle, con lo más destacado de su obra. Ahora aprovecho este medio para presentar a Ernesto Flores a quienes no lo conocen, echando mano de las ideas asentadas entonces, sabiendo que sólo arañan la superficie de su poderosa expresión plástica:

Los vericuetos y meandros creadores del espíritu de un artista se ponen de manifiesto a través de su obra, pues ésta fluye como entidad viva y cambiante desde la recóndita fuente que todo lo genera. De tal suerte, el universo visual creado por Ernesto Flores nos acerca a la periferia de ese otro ámbito –anímico y mental– donde él habita. Podemos leer sus cuadros como fragmentos de un mapa o, más bien, como la bitácora de su viaje interior
Hace años escribí: “Ernesto ha hurgado las sucesivas capas de realidad que ocultan nuestro rostro. Su pincel es como un bisturí.” Ahora indago, ¿qué le ha sucedido a él y a su pintura desde entonces?
Podemos aventurar que la persistencia y escrutinio que aplica a entender los infinitos planos del Ser simplemente lo han llevado a mudar de piel como sus personajes y que a lo largo de ese doloroso proceso ha dejado de buscar bajo la superficie la escurridiza apariencia real de la esencia humana, pues los seres que ahora habitan en sus cuadros ya no “se desintegran insistentemente para ser totales y verdaderos”.
Tal vez Ernesto ha descubierto que una apariencia física y una forma relativamente estable, lo que sea que eso signifique, resultan fundamentales para que el espíritu pueda manifestarse bajo las leyes del espacio-tiempo.
Los giros que ha tomado su vida han trasmutado sutil e inexorablemente su creación, y atendiendo a esa movilidad que de manera constante barre con las “capas sucesivas de realidad”, durante los últimos cuatro años ha sido trashumante, viviendo un poco aquí y un poco allá, en México, en Francia y en España.
De acuerdo con la trascendencia de los desplazamientos sabemos que hay viajes de adquisición y otros de corroboración; a Ernesto esta interminable reubicación física simplemente le ha brindado una perspectiva diferente del mundo huichol y sus raíces ancestrales, afirmando, si cabe, la certeza que parece poseer desde siempre acerca de la cosmovisión de este pueblo.
Otras razones deben explicar la necesidad de esos traslados geográficos, pues apreciando el antes y el después de su espiral vivencial, es como si en cada viaje hubiera dejado una capa de su ser, sacudiéndose duras costras que lo aprisionaban... y lo protegían.
Hay un claro sentido de sacrificio relacionado con estos cambios, como lo expresan algunas obras. En Trapecistas (1996) los personajes parecen vestir una piel desollada cuyas manos cuelgan, recordando a la terrible deidad prehispánica Xipe Totec al presidir el ritual del ciclo de renovación de la vida.
En Vivo muero, muero vivo (2001) la frágil línea divisoria entre vida y muerte es un simple cambio de color, luz y sombra, arriba y abajo, adentro y afuera, sin que podamos saber cuál es cuál porque, en su complementaridad, ambas sólo son apariencias que carecen de importancia.
En los nuevos cuadros sus creaturas ya no necesitan hablar con múltiples voces que se prolongan como eco hasta el infinito; ahora simplemente emiten luz. Se conectan con la energía luminosa de cuanto los rodea, integrándose al total diáfano de todo lo existente.
Los habitantes de este universo renovado parecen perfilarse mejor en su relativa individuación y hasta las parejas, símbolo de la dualidad, ya no se trasmutan confundiéndose mutuamente porque, aunque comparten un solo rostro, cada uno va en diferente dirección.
Ernesto plasma su humanidad actual, más despierta pero más doliente, como todo aquel que camina hacia la conciencia. Su paso, sin embargo, parece de pronto guiado por espíritus tutelares que le susurran noticias del trayecto mientras lo acompañan.
La maestría que desde hace años muestra en el aprovechamiento del papel amate como soporte de sus pinturas, establece un nexo conciente y nunca agotado con la organicidad de este medio pues, como dice, “el amate trae su propio paisaje”. Los arabescos eléctricos que rodean a los personajes, que emanan de la geografía circundante e inundan la atmósfera como En el desierto (1998), son rastros de una sutil escritura que permanece en la piel vegetal después de ser martillada y que Ernesto capta, descifra y acentúa con el color.
Ahora él ha rebasado el mundo de su taller y de las galerías, pintando una Nakawe que emerge de la propia tierra wirarika y recibe el viento y la lluvia de la serranía en Santa Gertrudis, Jalisco. La pintura en el muro –condenada a ser efímera bajo la acción de la brava intemperie- palpita en la mirada de los que por ahí pasan, que aman a esta Madre universal y reconocen sus atributos. Un círculo natural se ha cerrado para Ernesto al devolver al pueblo huichol el fruto de la inspiración y aceptación que éste siempre le ha brindado.
Su filiación espiritual con esta etnia data de hace muchos años y ahora, en su elaborada propuesta plástica, moderna y cosmopolita, él muestra la riqueza interior y anterior que este pueblo conserva y que los habitantes de las ciudades han tratado de olvidar por siglos.
Ernesto abre canal a un viejo clamor que habla con voz de viento, destellos de relámpago, ritmo de lluvia y crepitar de fuego. A través de su pincel se filtra ese saber perenne que puede guiarnos ahora pues, sin importar los tiempos en curso ni el estruendo de nuestro bullicio interno, todos llevamos el mismo camino
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cenidiap@correo.cnart.mx


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